
¿Están realmente bien nuestros ríos?
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¿Podemos realmente decir que nuestros ríos están bien hoy en día?
A primera vista, la salud de un río podría parecer fácil de evaluar. ¿Es cristalina el agua? ¿Hay peces, hierbas, libélulas? Pero esta visión ingenua ya no basta. Porque lo que ocurre en el lecho de un río va mucho más allá de la imagen estereotipada de un curso de agua aparentemente tranquilo. Evaluar el estado ecológico de un río significa abrir la caja negra de un sistema vivo sujeto a múltiples presiones: morfológicas, químicas, hidráulicas y humanas. Significa cuestionar nuestra capacidad colectiva para coexistir con entornos que, durante demasiado tiempo, hemos olvidado o maltratado.
El primer paso en este diagnóstico involucra la forma misma del río. Su diseño, su movilidad, sus áreas de desove o descanso para las especies acuáticas determinan en gran medida su capacidad para sobrevivir. Un río que ya no se mueve, que ya no se desborda, que ya no serpentea, se convierte gradualmente en un cauce congelado y desvitalizado. Esto es lo que llamamos hidromorfología: la estructura del lecho, la conexión con las orillas, la diversidad de hábitats. Un río saludable es aquel que puede respirar, transformarse y brindar refugio y zonas de reproducción a los peces. Pero muy a menudo, la intervención humana ha sido la responsable. Presas, diques, enderezamiento: tantas acciones de desarrollo han endurecido estos entornos. Una vez que el río se ha visto privado de su capacidad de autogestionarse, de reinventarse, su vitalidad se ha visto socavada.
Luego surge la cuestión hidrológica: ¿un río cuenta con un suministro adecuado de agua? Y, sobre todo, ¿circula esta agua lo suficiente como para garantizar una oxigenación adecuada? Una vez más, el caudal no es un dato abstracto. Condiciona la vida. Un caudal demasiado bajo promueve el estancamiento, la eutrofización y la proliferación de bacterias. Un caudal demasiado alto puede arrasar hábitats y destruir zonas sensibles. Pero, sobre todo, cuando el agua escasea, los desechos humanos no cesan. En París, en verano, el caudal del Sena puede descender por debajo de los 80 m³ por segundo, mientras que la región parisina por sí sola vierte casi 30 m³ de agua tratada por segundo. En estas condiciones, el Sena, paradójicamente, se convierte en su propio afluente, ya que los aportes artificiales representan una parte significativa de su caudal. Y esta presión aumenta cada día, con los usos domésticos, industriales y agrícolas.
Para abordar estos desafíos, se están implementando sistemas de monitoreo cada vez más sofisticados. La red de medición en Île-de-France incluye nueve estaciones principales, que se extienden desde aguas arriba hasta aguas abajo de París. Temperatura, pH, turbidez, amonio, ortofosfatos, oxígeno disuelto: todo se monitorea en tiempo real gracias a sondas conectadas que envían datos a servidores centrales. Este sistema, llamado LHEM, actúa como una verdadera torre de control de calidad del agua. Pero más allá de las cifras, está surgiendo una visión dinámica del río: observamos, cartografiamos, anticipamos. Las últimas tecnologías, basadas en la fluorescencia, permiten, por ejemplo, identificar la huella orgánica de los efluentes y, por lo tanto, identificar las zonas de riesgo donde la materia orgánica, a menudo de origen humano, presenta concentraciones peligrosamente altas.
Porque este es uno de los puntos más sensibles: la materia orgánica, aparentemente inofensiva, puede convertirse en el peor enemigo de un río. Cuando se libera masivamente, alimenta las bacterias presentes en el agua. Estas consumen oxígeno, privando a los peces y otras formas de vida de su recurso vital. Hace treinta años, el Sena sufrió una verdadera asfixia biológica. Hoy nos protegemos mejor. Pero la amenaza persiste, sobre todo cuando suben las temperaturas y disminuyen los caudales. Y si a esto le sumamos el problema de las bacterias fecales —un asunto crucial de cara a los Juegos Olímpicos y la reapertura de la piscina—, comprendemos que monitorear un río es más que una simple vigilancia pasiva: es una lucha constante por mantener el equilibrio.
En los laboratorios, las herramientas se están perfeccionando. Desde sensores pasivos hasta membranas selectivas, incluyendo el muestreo crónico, los investigadores buscan capturar lo que el agua no revela sobre sí misma. Algunas sustancias se difunden lentamente. Otras, como los contaminantes persistentes (HAP, PCB), quedan sepultadas en los sedimentos y resurgen con cada inundación. Y más allá de las moléculas claramente identificadas, está la cuestión del efecto cóctel. Un río no recibe un solo contaminante, sino miles de compuestos químicos que interactúan. Algunos se acumulan en los tejidos vivos, otros alteran la reproducción de las especies y otros alteran equilibrios invisibles pero fundamentales.
Los científicos intentan combinar enfoques: mediciones químicas, observaciones biológicas y modelos ecotoxicológicos. Estudian peces, invertebrados y microorganismos. Observan lo que se acumula en sus órganos, estómagos y células. Y descubren rastros de plástico, residuos de pesticidas y metabolitos desconocidos. Pero comprender no basta. También debemos actuar. Sin embargo, las palancas no son las mismas según la naturaleza de la contaminación. Los vertidos puntuales —de una planta de tratamiento de aguas residuales defectuosa, por ejemplo— pueden tratarse con soluciones técnicas. La contaminación difusa, en cambio, requiere un cambio profundo: replantear la agricultura, reducir los insumos y revisar nuestra relación con la química cotidiana.
Y ahí radica el problema. Porque algunos contaminantes, incluso aquellos prohibidos durante años, siguen circulando. Almacenados en el suelo, reaparecen en cuanto el agua los removiliza. Otros, como los productos fitosanitarios o sus metabolitos, aún escapan a la regulación. La política de reducción de insumos agrícolas está teniendo dificultades para consolidarse. Existe mucha resistencia. Las compensaciones son complejas. Y mientras tanto, los ríos siguen llevando las huellas de nuestras decisiones colectivas, pasadas y presentes.
Así que no, no basta con mirar la claridad del agua para saber que un río está bien. Debemos escuchar sus débiles señales, medir su silenciosa angustia y descifrar las múltiples interacciones que lo atraviesan. Es un trabajo a largo plazo, un esfuerzo constante de conocimiento y adaptación. Pero también es una promesa: la de reconectar con un entorno vivo, complejo y exigente, pero que aún es capaz de resiliencia. Siempre y cuando, por supuesto, aprendamos a escucharlo de otra manera.