
¿Es el agua la gran olvidada de la transición energética?
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Hablamos a menudo del carbono, a veces del viento y, cada vez más, del sol. Pero rara vez hablamos del agua. Sin embargo, sin ella, no es posible la transición energética. Centrales nucleares, presas, centros de datos, minas de metales esenciales: todo tiene sed. Y, sin embargo, el agua sigue siendo el punto ciego de nuestras políticas climáticas.
En Francia, la situación es reveladora. A diferencia de la mayoría de los países del mundo, donde la agricultura es el mayor consumidor de agua dulce, es el sector energético el que se lleva la mayor parte del pastel. Las cifras hablan por sí solas: aproximadamente el 70 % de las extracciones de agua se destinan a refrigerar centrales nucleares. El Ródano, el río industrial por excelencia, sustenta la mayor parte de este recurso.
Coexisten dos tipos de circuitos. Algunos, llamados abiertos, extraen agua en grandes cantidades, la calientan y luego la devuelven al río. Otros, llamados cerrados, evaporan parte del agua a través de sus torres de refrigeración. En total, 500 millones de metros cúbicos de agua se evaporan a la atmósfera cada año. Una pérdida invisible, pero enorme.
Cuando llega el verano y los ríos se secan, la paradoja se vuelve cruel: cuanto más calor hace, más energía necesitamos... y, por lo tanto, agua. En 2019, durante una sequía ya severa, algunas centrales eléctricas tuvieron que reducir su producción. En 2022, se reabrieron las centrales de carbón y se importó electricidad debido al caudal insuficiente para refrigerar los reactores. La promesa de una energía libre de carbono choca entonces con la realidad de un recurso hidroeléctrico bajo presión.
Pero esto es solo el principio. La propia transición energética, que se supone nos conducirá a un futuro más verde, consume mucha agua. Aerogeneradores, paneles solares, baterías, coches eléctricos: todos ellos dependen de metales preciosos, cuya extracción consume considerables cantidades de agua y genera una grave contaminación. Un coche eléctrico requiere seis veces más materiales críticos que un motor de combustión. Un todoterreno, aún más. El resultado: más metales, más minas, más agua.
La tecnología digital no es la excepción. Cada smartphone, cada ordenador, cada centro de datos tiene una huella hídrica. Es innegable: un teléfono consume 12 litros de agua; un ordenador, 35. Cada clic, cada vídeo, cada foto en la nube activa máquinas, servidores y sistemas de refrigeración. La tecnología desmaterializada no existe: tras la pantalla, fluye el agua.
Y, sin embargo, en las grandes narrativas de la transición, el agua permanece ausente. Como si fuera evidente, como si no tuviera límites. Es vertiginoso: el de un mundo que sigue construyendo ficciones tecnológicas, como si la materia, la vida, el planeta, pudieran soportar cualquier cosa. Pero el sustrato se está derrumbando. Y con él, nuestra capacidad de mantenerlo invisible.
Entonces, ¿deberíamos renunciar al progreso? No. Pero urge redefinirlo. Abandonar el mito de la "electricidad total" y reconocer que cada kilovatio tiene un precio, y ese precio, a menudo, es el agua. Un recurso vital, cada vez más escaso, cada vez más contaminado, que seguimos desperdiciando para mantener nuestra modernidad sobrecalentada.
La transición energética debe integrar esta dimensión olvidada. No puede ser sostenible si seca ríos, destruye los mantos freáticos y contamina el suelo. El agua no es una variable de ajuste. Es la condición misma de la vida.